En un paseo por la campiña inglesa, con una llovizna continua (allí lo llaman verano) y una estampa bucólica uno lo que menos espera encontrarse es una incineradora abandonada.
Después de convencer a un caballo que andaba por allí de que me dejara en paz pudimos acercarnos al edificio.
En el interior faltaban dos cosas: espacio y accesorios. La mayor parte del edificio la ocupaban dos enormes estructuras metálicas que eran los incineradores, y el poco espacio restante estaba dedicado a una minúscula oficina y el resto de la maquinaria necesaria para el funcionamiento de la planta.
Las incineradoras no son del agrado de nadie, y ésta cerró en un momento en el que se intentaba reducir su número. Después de terminar de explorar el lugar, conseguimos salir sin que ningún caballo me siguiera a casa.
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